A 6 meses del fallecimiento del doctor Enrique Méndez, luego de padecer una larga y dura enfermedad, fue recordado por su intensa vida, por un amigo de varias décadas. Últimamente, Méndez era columnista en el periodístico Frecuencia Abierta de Aspen FM de Punta del Este, y en MaldonadoNoticias.

El doctor Mario Camaño Iriondo, “en memoria del doctor Enrique Méndez”, hizo un sentido repaso por la vida de quien consideró un amigo de muchos años, al recordarse 6 meses de su fallecimiento, ocurrido el 19 de septiembre de 2017, en Punta del Este.

Camaño sostiene que, la larga y penosa enfermedad que enfrentó, “no logró doblegar su innato optimismo, que mantuvo hasta el último momento”. MaldonadoNoticias reproduce textualmente el recuerdo del doctor Mario Camaño.

“Había nacido en Montevideo el 26/03/1940, hijo de Américo Méndez y ´China´ Martínez, y tuvo dos hermanos: Roberto (mayor) y Rodolfo (menor) con quienes mantuvo una estrecha relación durante toda su vida, pese a las distancias físicas que los separaban (el mayor hace años está radicado en Venezuela y el menor actualmente en Chile, luego de residir un tiempo en España).

Pese a ello, tato Roberto como Rodolfo venían continuamente al Uruguay y muchas veces era Enrique el que iba a visitarlos.

Tuve el honor y el privilegio de mantener una íntima amistad con Enrique que comenzó, como muchas, por la proximidad en que vivían nuestras respectivas familias (en el barrio de Pocitos Nuevo en Montevideo). Pero es del caso que esa amistad se prolongó hasta su reciente fallecimiento.

Como se imaginarán durante ese prolongado lapso, compartimos momentos felices -muchos- y de los otros, logros personales y frustraciones. Ilusiones y decepciones, salidas juveniles y charlas de la madurez y de la vejez, en fin, toda una vida familiar y profesional.

Ambos estudiamos en la UDELAR y nos graduamos de abogados lo que profundizó aún más nuestro vínculo por tener temas comunes profesionales.

En 1965, luego de un noviazgo de continuos viajes hacia y desde Tres Arroyos, contrajo matrimonio con María Cristina (“Mima”) Petrazzini -oriunda de esa ciudad de la Provincia de Buenos Aires- estableciéndose en Montevideo (Enrique aún cursaba Derecho y era docente de Enseñanza Secundaria, liceo Joaquín Suarez de Pocitos) y tuvieron tres hijos: Carlos, Carolina y Raúl (actualmente sobrevive Carolina), varios nietos y bisnietos. Enrique se graduó en 1968 y comenzó a ejercer en Montevideo y en Minas, manteniendo estudio en ambas ciudades.

En 1974 deciden “quemar las naves” dejando Montevideo (en una época muy difícil de la vida del país), radicándose en Punta del Este, donde transcurrió el resto de su vida. Yo permanecí en Montevideo, pero manteniendo siempre un estrecho vínculo, particularmente en los veranos que siempre los pasamos juntos aquí, en Punta del Este.

Los comienzos profesionales de Enrique en el nuevo lugar no fueron fáciles para un abogado joven que no tenía vínculos previos con el medio, pero su tesón, dedicación y simpatía le granjearon muchos afectos y clientes (sin los cuales un abogado no subsiste).

Armó un estudio profesional con el Escribano Gonzalo Álvarez (Av. Gorlero frente a ANCAP) que adquirió buen prestigio en la zona, ejerciendo una intensa labor profesional liberal (nunca optó por el ansiado cargo público al que aspiran la mayoría de los uruguayos) y también docente, bien conocida por todos los vecinos de Maldonado y Punta del Este (Instituto de Formación Docente de Maldonado, Universitario Francisco de Asís).

Pero Enrique también incursionó en el periodismo (escrito y radial), en la historia y en la geopolítica, publicando varios libros, uno de los cuales (“Geopolítica de la Guerra. La traición a la Ética”. 2011, Ediciones Torre del Vigía) tuve el honor de prologar. Además, dictó múltiples conferencias de esos temas, a las que asistían profesionales de las más variadas disciplinas, estudiantes y público en general.

Pero más allá de los precedentes apuntes, lo que más quiero destacar en recuerdo del entrañable amigo que se nos fue, son los aspectos humanos de su persona. Poseedor de una sólida formación, dueño de una enorme simpatía y agudo sentido del humor, siempre era el centro de las reuniones.

Como todas las personas, tenía sus “manías”: la ópera, los viajes, los autos y los vinos. Cuando yo llegaba a su casa, siempre estaba sonando una ópera o algún concierto (aflicción compartida con su esposa, eximia pianista), y al lado del sillón había varios libros (que subrayaba) … y alguna copita de buen vino que tanto le gustaba, frente a una crepitante estufa de leña en invierno.

Recorrió varias veces Europa y gran parte de América Latina. Compartimos con las familias algunos de los viajes “de cercanías” (Brasil, Argentina, Chile, etc.) guardando un recuerdo imborrable de los mismos, plagados de anécdotas increíbles que darían para escribir varios libros.

Gran compañero de viaje, experto e incansable conductor fue siempre un placer compartir con él y con su familia esas “escapadas” de la rutina.

Y también mencioné los autos porque Enrique tenía una particular aflicción a ellos. Fue la persona que conocí que cambió más veces de automóvil (el último adquirido siempre era el “mejor” que nunca vendería, algo que no duraba más de seis meses como mucho). Le encantaban los autos únicos, modelos escasos que nadie compraría pero que a él lo encandilaban.

Recuerdo un Jaguar 3.8 que lo vendió y lo compró tres veces, un Standard Vanguard (con una rueda distinta al resto), Ford Falcon, Volvo P44, Renault Duufin, Mitsubishi Sapporo (exdiplomático, único en el país), varios Peugeot 207, 306, 307, Citroën DS y Pallas, BMW y yo que sé cuantos más.

En un momento llevaba la cuenta, hasta que la realidad me superó y confieso desconocer exactamente cuántos automóviles tuvo “Pipo” (como le decían en privado) pero fueron incontables y de todos disfrutó y compartió conmigo con entusiasmo. Tantas veces me llamaba y me decía ´¿a qué no sabes lo que me compré?´. A lo que seguía una propuesta para salir a probarlo y sobre todo comprobar su rendimiento, tema que le apasionaba y calculaba con precisión.

Cuando los agencieros de Maldonado o Punta del Este lo veían llegar sabían que era el candidato para ofrecerle aquel modelo único o discontinuado que hacía meses esperaba nuevo dueño y generalmente Enrique se iba al volante de esa pieza única.

Con todo, la vida de Enrique no fue siempre pintoresca y fácil. Soportó -junto con Mima, claro- la mayor tragedia que puede golpear a un ser humano: la muerte prematura de sus dos hijos varones: primero Raulito cuando era aún un niño por una insuficiencia renal congénita y luego Carlos, apenas recibido en La Plata (Rep. Argentina). Fueron momentos muy duros, para ellos y para sus amigos que vivimos el drama como propio, pero sólo él y Mima lo sufrieron en carne propia y se puede decir que salieron adelante, apoyados en Carolina -su única hija mujer- sus nietos y bisnietos y un núcleo de amigos íntimos. Demostraron una entereza admirable frente a tan amarga realidad.

En vez de recluirse a lamentarse, Enrique siguió adelante, batallando en los Juzgados, escribiendo, hablando en la radio, dando clases y conferencias, leyendo mucho, escuchando música, alternando con los amigos, aunque obviamente la terrible herida oculta en su corazón nunca sanó.

Por todo eso y mucho más, siempre admiré a Enrique como un ser extraordinario del que tuve el privilegio de ser su amigo por seis décadas, confidente y apoyo en mis crisis.

Una tarde soleada y calma de marzo, cumpliendo su última voluntad, esparcimos sus cenizas (mezcladas con las de Raúl y Carlos) en el verde océano, detrás de la isla Gorriti, en una sencilla ceremonia íntima, muy sentida. Volvió pues con sus hijos al océano donde surgió la vida en la tierra, diluyéndose en el ancho y profundo mar.

Pero vendrá siempre hacia nosotros cuando contemplemos los hermosos atardeceres marítimos de Punta del Este o las embravecidas olas de tormenta.

Descansa en paz eternamente, querido Enrique”.

        

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