“La imagen prevaleciente que las escuelas, la industria del entretenimiento y las agencias gubernamentales han hecho pública es de beneficencia, en la que los intereses de las clases dominantes supuestamente representan los intereses de todos los grupos. Es una imagen en la que los valores y creencias de la clase dominante aparecen tan correctos que rechazarlos sería antinatural, una violación al sentido común” (Peter McLaren)
Hay cosas complejas de explicar. La discriminación de una o varias clases sociales a partir de los discursos de odio –explícita o implícita- en relación con cierto sector social estructuralmente desposeído es una de ellas. Cada vez es más frecuente y cada vez parece doler más, la referencia despectiva y discriminatoria en relación al pobre. Tal vez la aporofobia como concepto se impuso hace relativamente poco, aunque creemos firmemente que la práctica se encuentra instalada desde tiempos remotos.
Sucede hoy, particularmente, que el discurso discriminatorio se ha naturalizado de tal forma, que parece imposible juzgar a los sujetos a partir de eso que expresan. Su mundo construido y las formas ideológicas que lo sostienen, los habilitan para un decir y pensar asumido como natural que les permite también ubicarse a un nivel superior por sobre aquellos a los que discrimina. Se encuentran atrapados dentro de un mundo construido con niveles de comprensión también impuestos.
¿Qué queremos decir con esto? La teoría crítica lo explicaría de la siguiente manera. Vivimos bajo un hechizo, el hechizo de un mundo de relaciones que construimos y que nos construye a la vez. Las relaciones de las que somos parte nos determinan y, a partir de ellas, construimos los sentidos sobre los que entendemos el mundo. El movimiento es permanente entre lo que construimos y lo que nos construye.
A su vez, cada relación entre sujetos es mediada por una ideología que supone formas culturales y que habilita determinadas prácticas a partir de la implementación de parámetros axiológicos que regulan la vida en sociedad.
Lo complejo es el hecho de que la ideología que instala los parámetros relacionales válidos es la ideología de la clase dominante, imponiendo a su vez las formas de una cultura hegemónica que desplaza al rango de lo no permitido a todas aquellas prácticas culturales propias de los sectores populares disminuidos materialmente. Esas prácticas culturales constituirán las llamadas culturas subordinadas, las que podrán o no transformarse en espacios de resistencia en función del devenir histórico y de las prácticas sociales que las potencien o que, de otra manera, terminen por enterrarlas hasta extinguirlas.
La cultura dominante entonces, a partir de su dependencia dialéctica con las formas político-económicas, instala y habilita un discurso que subliminalmente ataca las culturas subordinadas buscando disminuir tanto como sea posible sus posibilidades de resistencia. Desde esa perspectiva, toda manifestación cultural relativa a la cultura subordinada, será entendida como una transgresión a las formas morales deseables y será cuestionada con la intención de abolirla.
No hay forma de transgredir los parámetros morales instalados por la cultura hegemónica.
Es entonces como ese discurso de la no aceptación se adueña imperceptiblemente de los sujetos y se instala en sus prácticas, de forma que aquel que pertenece a un grupo social con prácticas culturales contrahegemónicas, es atrapado por un sentimiento de culpa en relación con su actuar que lo transforma en juez y parte de sus propias acciones. Es decir que acaba legitimando su propia dominación, juzgándose a sí mismo a partir de los parámetros establecidos por la clase dominante.
Solamente sobreviven inmunes las subculturas, pequeños sectores que se agrupan generalmente en función de la adoración de un determinado objeto –pongámosle por ejemplo la música, la marihuana o al animalismo – pero de los cuales la ideología no se ocupa porque los siente inofensivos a partir de la naturaleza abstracta de sus prácticas. Las subculturas jamás buscan llegar a la raíz de la cuestión, a las relaciones de producción, ni mucho menos a intentar alterarlas.
Lo que debería ocuparnos hoy, es que el veneno de la no aceptación de lo culturalmente “diferente” se ha naturalizado de tal forma que los discursos de odio se apoderan de los diversos espacios sociales, de tal forma que todos intentamos ser lo que la ideología dominante, a partir de ciertas formas de la cultura hegemónica, nos dice que debemos ser.
Y es a partir de un actuar mediado y no pensado que se muestra inocente y apolítico pero que lejos está de serlo, que nos alineamos al poder pero sin ser parte de él, lo que es en definitiva tan triste como poner la cara para que nos peguen por algo que no hicimos. Es entonces como instalamos una suerte de panoptismo en el cual somos vigilantes y vigilados a la vez. Y salimos a juzgar.
En relación con las formas morales que introducimos los docentes en nuestras prácticas, parece necesaria una revisión urgente. Muchas veces instalamos formas de ser y de hacer que no son otras que las que la clase dominante ha instalado en nosotros a partir de prácticas culturales ideológicamente cargadas. Intentar construir un deber ser moral significa muchas veces atacar las subculturas, aquellas que resisten contraviento la arremetida de los sectores dominantes.
Repensar la educación a partir de una teoría crítica implica desnudar en la clase y con los estudiantes las relaciones de dominación que subyacen a las prácticas culturalmente impuestas. El gran desafío docente hoy es ser contrahegemónico, ya que para alinear sujetos a las lógicas dominantes no se necesitan ni maestros ni profesores, de eso ya se está encargando la cultura en sus diversas formas.
*) Licenciado en Educación Física. Magister en Didáctica de la Educación Superior. Posgrado en Didáctica de la Educación Superior. Actual Director Coordinador de Educación Física de CEIP Maldonado.
Integrante de la línea "La Educación Física y su Enseñanza" adscripta al grupo “Políticas Educativas y Formación Docente. Educación Física y Prácticas Educativas”.