*) Enrique M. González Vilar Laudani
En uno de los viajes que hice hace tiempo, recorrí varias ciudades balnearias de la costa, en la provincia de Buenos Aires, en Argentina, terminando en uno pequeño pueblo llamado Miramar.
Disponiendo de un par de horas, fui a la playa a caminar, para escuchar el sonido del mar. Empecé por las playas agrestes y cuando llegué a la pequeña rambla del centro de la ciudad, se hallaba reunido en un auditorio al aire libre, un grupo de Maestros de Escuela, todos con sus túnicas blancas debajo de las camperas.
Debido a mi habitual curiosidad, paré mi caminata y les pregunté qué estaban haciendo. Una de las participantes me dijo que era una jornada de capacitación pedagógica. Seguí caminando, pero mirando de vez en cuando hacia atrás, como si tuviese que volver, sin saber por qué.
Había recorrido 200 metros cuando sentí como un mandato, el regresar y contarles una experiencia que había tenido pocos meses atrás, así que hice caso a mi sentimiento y me acerqué.
Despacito, con vergüenza, (un poco nomás), le dije a quién lideraba el grupo, que era docente en un área diferente a la de ellos, y si me dejarían compartir unas palabras cuando tuviesen un par de minutos libres.
Pasado un ratito, me dieron el tiempo y me vi enfrentado a 200 pares de ojos que me miraban sin comprender. Nadie sabía quién era, ni lo que habría de decir, ni por qué estaba allí, parado en medio del grupo, que formaba un círculo. Así que, tragando saliva, y renegando por la imprudencia de hacerle caso a mis impulsos, hice de tripas corazón y comencé el relato luego de presentarme.
“En uno de los lugares en que viví, en una esquina de un barrio tranquilo, con casas pequeñas, tenía, frente a mi hogar, un almacén. Siguiendo por la vereda del comercio, hasta finalizar la calle, y girando hacia la izquierda, a pocos metros se encontraban seis casitas iguales. Eran construcciones que el Estado había hecho para jubilados sin recursos, sencillas, pero muy bonitas.
En la primera de ellas vivía Víctor, con su madre, una señora grande, con un corazón enorme. Solo ellos dos ocupaban la casita. Rondaba él los 25 años de edad y tenía Síndrome de Down. Era bajito, con varios kilos de más y tenía una sonrisa amplia, el pelo muy cortito y los ojos redonditos, llenos de ilusión y con un brillo especial.
Víctor ayudaba a su madre, que no podía moverse mucho por sus enfermedades. Limpiaba la casa, se ocupaba del diminuto jardín y hacía las compras. Había aprendido de memoria el camino para ir al almacén.
Al conocerlos por primera vez me presenté y les di la bienvenida al barrio y luego, solo un par de veces más saludé a Víctor cuando nos cruzábamos mientras yo iba al trabajo y él a comprar en el almacén, hasta que un día, sucedió algo inesperado.
Saliendo de casa para tomar el ómnibus, veo que en la vereda de enfrente viene caminando Víctor, para sus compras diarias. Apenas me vio, levantó su mano en un gran saludo, agitando mano y bolsa juntas.
De pronto se acercó al cordón, miró a ambos lados de la calle (como le habían enseñado) y cruzó hacia mí. Se me puso delante, cerrando el paso y cuando llegué me rodeó la cintura en un abrazo de oso fuerte, muy fuerte. Apoyó el costado de su cabeza en mi estómago y luego de unos pocos segundos, yo también lo abracé.
Despacito levantó su cabeza, me miró a los ojos y con la boca abiertísima en una sonrisa del alma me dijo: -Enrique, mi amigooooo- y dicho esto volvió a apretar fuerte, muy fuerte. En ese instante sentí que me llenaba con Su Amor. Me sentí indefenso, desarmado, pequeño ante tanta muestra de un amor sincero y desinteresado; pero a la vez tuve una sensación de plenitud, de pureza, de gozo, que Víctor me había transmitido en un simple abrazo.
Con el tiempo estos encuentros se repitieron cada vez que nos cruzábamos, pero a partir del primero de ellos, no era Víctor el que corría hacia mí, sino que yo, presuroso, me apuraba, necesitado de recibir esa ola de amor que emanaba de tan maravilloso Ser.
En uno de los últimos abrazos antes de mudarme, como un rayo repentino que iluminó mi entendimiento, todo se hizo claro, explicable, sencillo. Todos tenemos discapacidades, a todos nos falta algo, pero no todos tenemos lo más grande que venimos a buscar en este mundo: La Capacidad de Amar. Víctor tenía síndrome de Down, pero el discapacitado era yo”.
Después de contarles este relato, invité a los educadores a tratar a cada alumno como un ser único e irrepetible. Les animé también a que salieran del rol de Maestro/alumno, para entrar en el rol de Maestro/Maestro, ya que tenemos muchas cosas que aprender de aquéllos, que aparentemente, saben menos que nosotros.
Hace mucho que no sé nada de Víctor, pero la lección que me enseñó, contribuyó a seguir cambiando mi vida y unificar mi camino con el de él. El camino del Amor.
Qué bueno sería, como me escribió una lectora, que todos pudiéramos estar unidos, mirando la misma estrella, teniendo el mismo fin, de ayudarnos en las pequeñas cosas. Te invito a que por la noche, miremos la estrella más brillante y nos juntemos en el deseo de que el mundo, nuestro pequeño mundo sea el mejor para todos. ¿Lo hacemos juntos?.
*) Periodista (Universidad Nacional de la Matanza - Bs. As. - Argentina). Director de Seminarios e Institutos en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días para las sedes Morón, Quilmes y Merlo (todo en Bs. As.).
Docente y Profesor en religión para jóvenes de 14 a 30 años. Director del Programa de Becas Educativas (FPE) de la Iglesia en Instituto SEI Merlo. Coach y Orientador Educativo en el mismo Instituto.
Todo esto fue realizado desde 1986 a 2013. Coach de Vida y Facilitador de proyectos personales (Estudios con la Licenciada Graciela Sessarego - Venezuela).
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