*) Psic. Manuel Froilán Zavala Ayala

¿Quién es el destinatario de la proyección y de la sobre identificación? Quien fue suficientemente dañado como para sufrir desvalimiento y no sólo se hace visible al resto sino que lo conmueve, despertando su compasión?

Que esto ocurra depende de las condiciones psicológicas por las que atraviesa cada individuo en el momento de saber acerca del daño, condiciones que lo hacen más o menos permeable al sufrimiento del otro. Pero también de los valores personales, grupales y sociales que condenan con mayor o menor firmeza ciertos daños y señalan a determinados grupos sociales como más vulnerables.

Pero ¿a quién se elige como “víctima”? A alguien que, además de ser vulnerable, sea lo suficientemente parecido a cualquiera de nosotros y esté lo suficientemente distante de nosotros como para poder pensarlo diferente, como para poder identificarnos con él al mismo tiempo que nos separamos. Y esta elección o bien se apoya en creencias religiosas muy fuertes o bien en planteamientos ideológicos.

En uno y otro caso, la “victimización” se presenta como un imperativo que exime de pensar en su naturaleza y consecuencias. La tarea de soslayar el pensamiento queda disimulada y, a veces también justificada tras el altruismo -un indiscutido valor social- que acompaña al proceso y que surge como respuesta a los sentimientos de culpa.

Aunque la compasión, la solidaridad, el altruismo, alivianan la culpa, no la redimen. Por ello el germen que da lugar al proceso de “victimización” sigue activo, buscando perpetuarlo. Igual que como sucede con los “testimonios vivientes”, ello ocurre con los damnificados que son los destinatarios de las actividades de asistencia y ayuda y de reparación de los daños.

Estas actividades suelen confinar al dañado a la condición de “víctima”, un rol rígidamente definido del cual es muy difícil salir. Esto ocurre porque, una vez erigido en “víctima”, el sujeto pierde su condición de tal en la medida en que desaparece como el producto de su historia singular y comienza a quedar reducido a ser el objeto del daño y de las necesidades sociales, al mismo tiempo que su historia pasa a ser leída casi exclusivamente a la luz de ambos condicionantes (Kovadloff,1996; Hercovich,2000,2002).

Destinada a nombrar al sufriente que mueve nuestra compasión y deseo de ayuda, la palabra “víctima” es, sin embargo, un modo de ejercer violencia e invisibilizarla en el mismo acto. En el imaginario dominante, la víctima es alguien que tiene, por ejemplo, su capacidad perceptiva, emocional, intelectual, disminuida por el sufrimiento. Se le adjudica impotencia, debilidad, incluso parálisis, y escasa o nula posibilidad de soportar y reponerse de las adversidades.

La definición menosprecia y desconoce la subjetividad de la persona y la presiona a adaptarse a la imagen dominante quedando, de este modo, atrapada en un rol estereotipado que resulta funcional para la sociedad, pero del cual también podrá obtener ciertos beneficios, puesto que, al mismo tiempo, esas características le permiten ser reconocida y que la sociedad acuda en su ayuda.

A diferencia de los damnificados, las “víctimas” son una penosa “necesidad” de las sociedades porque:

  1. Sirven de soporte para mantener la memoria social respecto de ciertos hechos;
  2. Expían las culpas individuales y sociales;
  3. Alivian la angustia que provoca la presencia del sufrimiento en tanto permiten objetivar y depositar el “mal” en el “hacedor del daño” y confinar sus efectos en algún sector de la sociedad que es erigido en “víctima” o “chivo expiatorio”, y
  4. Sostienen las identidades grupales, muchas veces aglutinando a los individuos tras una “causa común”.

¿Qué pasa del lado del “victimizado”? El proceso de quien sufrió un daño suele ser como sigue: hasta el momento de sufrirlo se veía a sí mismo como una persona normal que podía trabajar, amar, divertirse, tener amigos. A partir de que le causan un daño psíquico, estas capacidades se malogran y comienza a sufrir.

Desde su comprensión de lo que le sucedió, el sufrimiento le fue ocasionado por el mundo externo: algo vino de afuera y le produjo un daño. Esto no es lo que ocurre en otras dolencias psíquicas en las que los individuos sienten que el origen del sufrimiento está en ellos mismos, en algo que no pudieron elaborar, a pesar de que en los desórdenes de personalidad se tienda a ubicar el problema en el medio.

La gran diferencia con otras condiciones es que en las patologías disruptivas, tanto individuo como sociedad reconocen que el daño fue provocado por el afuera. Sentir que el daño provino del mundo externo habilita al damnificado a reclamar que o bien aquel que le infligió el daño o bien quien debió haberlo evitado (el grupo o la sociedad en general) deberán repararlo, compensarlo o, por lo menos, aliviarle de algún modo su sufrimiento.

En principio, esta reacción pone en funcionamiento la responsabilidad de la sociedad a la que se asocia la culpa imaginaria de quienes son testigos del daño (nuevamente el grupo o la sociedad en general). Así se establece el sistema, por ejemplo, de las indemnizaciones, mecanismo mediante el cual la sociedad se hace responsable de los daños que sufren sus miembros, en tanto sean daños reconocidos como tales y les hayan sido infligidos a quienes la sociedad decidió proteger. (Benyakar,2006).

 

*) Doctorando en Psicología. Grupo de Investigación en Psicoanálisis y/o lo Disruptivo. (USAL-APA).

Especialista en la Problemática del Suicidio. Secretario General de la Sección Suicidio y Autolesiones de la World Federation for Mental Health (WFMH). Miembro Titular de la Asociación Argentina de Salud Mental (AASM).

Miembro del Capítulo Suicidio y Prevención de la Asociación Argentina de Salud Mental (AASM).

International Association for Suicide Prevention (IASP).

Miembro de la Sección Desastres de la World Psychiatric Association (WPA).

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