“Dicen que siempre me gustaba la música. Cuando tenía dos años, mi padre solía venir a mi cuarto y tocaba su violín para que yo me quedara dormida. Me gustaba mucho las melodías que salían de ese armonioso instrumento. Y me cuentan que solía levantar la cabeza, con los ojos bien abiertos, para escuchar música. Mi padre estaba convencido de que la música sería mi destino.
Pero la música no jugó un papel importante en mi vida. A mí más bien me fascinaba el ballet. Recuerdo muy bien que una vez estaba de pie, en mi cama, mirando a la pared del frente, en donde se mostraba una escena de bailarinas de ballet. Desde entonces empezó mi interés por el ballet.
De niña era tranquila y no me importaba jugar sola. Dicen que era muy sensible y que me impresionaba mucho el sufrimiento de otras personas. Mis padres solían llevarme a pasear por los bellos bulevares y parques de Moscú. Yo tendría unos diez años en ese entonces. Un cierto día, por casualidad, entramos a una iglesia y vi un crucifijo con un hombre clavado. Me entró mucha curiosidad y pregunté quién era ese hombre con clavos en los pies y en las manos.
Una persona que estaba a mi lado me contestó: “Jesús, el hijo de Dios”. Y que lo habían crucificado porque otra gente odiaba lo que él predicaba y, además, no creían que era el hijo de Dios. Todo eso me causó pánico y me puse a llorar.
Cuando llegamos a casa, mis padres estaban afligidos porque me sentía muy triste. Me llevaron a la cama y me leían cuentos de hadas, hasta que finalmente quedé dormida. Mi padre era checoslovaco de nacionalidad. Había llegado a Rusia en 1892 y tenía algunas dificultades porque era católico. Se conoció con mi madre, Elena Alexándrovna, y más tarde decidieron casarse. De esa manera obtuvo el permiso de residencia. Mi madre rusa, costurera de profesión, nunca quería hablar de su familia, hasta que un día descubrí que mi abuelo, Michail Alexándrovna, fue echado de su familia porque decidió casarse con mi abuela, una mujer que no pertenecía a la aristocracia.
Mi familia me contaba que mi abuelo materno era un gran violinista y pertenecía a la orquesta filarmónica del Teatro de Bolshói. Murió en 1876 a consecuencia de una pulmonía y después de algunos años mi abuela también murió. Mi madre se crio, entonces, con una familia de comerciantes ricos. En Rusia era una costumbre que la gente de dinero se haga cargo de ciertos niños huérfanos. A los niños se les enseñaba un oficio y a las mujeres a encontrar un buen marido.
En marzo de 1914 fuimos a visitar a una tía que vivía en Bogorodskoe, una aldea a unos 200 kilómetros de Moscú. Mis padres tenían una casa de campo allí. Una noche me desperté a causa de intensos ruidos. Me asomé a la ventana y vi que algunas de las casas, a nuestro alrededor, ardían en llamas. Unos hombres andaban buscando extranjeros, especialmente alemanes y judíos. Por suerte teníamos una empleada en la casa, cuyo nombre era Valentina. Una mujer rusa.
Ella defendió nuestras vidas esa noche. Salió al balcón con un icono en la mano y su novio que pertenecía al ejército ruso. Les gritaba a los malhechores que mi madre era rusa y mi padre checoslovaco. Y que, además, éramos cristianos grecos-ortodoxos. De esa manera nos dejaron libres y decidimos volver a Moscú. Nos fuimos en tren, pero apenas llegamos a destino, nos dimos cuenta que la situación estaba peor.
Habían quemado casas y negocios que pertenecían a extranjeros. Un día paseando por Moscú, anunciaban que Vladimir Lenin iba a dar un discurso. Yo tenía 15 años, y no entendía muy bien el porqué de tanto desorden social. A pesar de esta falta de conocimiento fui a escuchar las palabras de Lenin. Cuando lo vi, me impresionó bastante aquel hombre pequeño que hablaba con una voz delgada. Decía las cosas con gran seguridad, pero me molestaba cuando hablaba caminando de un lado para otro, con una mano en el bolsillo y con la otra gesticulando.
La vida se iba haciendo difícil; hasta que finalmente, en 1917, estalló la Revolución. Por aquel entonces, estudiaba en el colegio “Winkler” de Moscú. Un colegio de élite para extranjeros. Había un caos tremendo en Moscú. Los depósitos de trigo y centeno fueron incendiados. La comida y las medicinas escaseaban. Las colas para comprar alimentos eran inmensas. Cada persona llevaba un número en la espalda y realmente era asombrosa la paciencia de los moscovitas.
Mucha gente hacía cola hasta dos días y el pan que se recibía no era de buena calidad. Existía mucha hambre en el pueblo. Mis padres tuvieron que vender sus joyas y otras cosas de valor para poder comprar comida. Me acuerdo que hacía un frío tremendo y para mantener caliente nuestro departamento tuvimos que quemar, en la estufa hecha por mi padre, algunos muebles de madera. Así pudimos sobrevivir”.
Esta historia fue contada por una mujer que nació en Moscú. Su hija, una viejecita rusa culta, que murió hace tiempo era mi vecina y me entregó unas hojas que su madre había escrito en inglés. Hojas ilegibles, ajadas, amarillentas y manchadas por el tiempo. El relato que leen arriba es lo que pude rescatar de ese testimonio. Su madre descansa bajo el cielo de Moscú, y ella está enterrada en algún cementerio de Estocolmo.
*) Es poeta y sociólogo boliviano. Nació en Oruro, capital folklórica de Bolivia. Es miembro del Pen-Club Internacional, de la Unión Nacional de Poetas y Escritores de Oruro (UNPE), de la Sociedad de Escritores Suecos, del Movimiento Poético Mundial (World Poetry Movement), del Liceo Poético de Benidorm (España) y miembro de número (300-ES-026) de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna, Capítulo España.
Ejerce el periodismo cultural. Ha estudiado informática en la Universidad Real de Tecnología de Estocolmo (Kungliga Tekniska Högskolan) y en la Universidad de Uppsala (Suecia). También estudió matemáticas en la Universidad de Estocolmo, casa de estudios donde además obtuvo una Maestría en Pedagogía y una Licenciatura en Sociología.