“No creo que seamos parientes muy cercanos, pero si usted es capaz de temblar de indignación cada vez que se comete una injusticia en el mundo, somos compañeros, que es lo más importante” Guevara, E.
Hemos hecho referencia, en otras ocasiones, a esa conducta natural de los sujetos de evaluar de forma permanente. Hemos explicado también, que esa evaluación es la práctica que consiste en someter a un determinado objeto -o un recorte de ese objeto- a la comparación con su referente o “deber ser” y que ese ideal de comparación obedece a una construcción personal de origen social.
Es decir que, en función de una estructura cognitiva interna preelaborada, que responde a ideales construidos socialmente, entre sujetos, pero que goza de formas particulares para cada uno de nosotros, ponemos en marcha esa histórica práctica social que consiste en establecer juicios de valor de forma casi que permanente, sobre todos y, sobre todo.
Estas acciones no nos transforman en jueces supremos ni mucho menos, sobre todo porque la mayoría de los referentes de evaluación a los que responden esas prácticas, como hemos dicho, no son más que el producto de la historia personal del sujeto que desarrolla la práctica y de los rasgos particulares del espacio social al que pertenece.
Es así entonces como, cuando se trata de evaluar un sujeto o una acción de un sujeto, es la historia del sujeto evaluador la que establece referentes de comparación y criterios para evaluar y no la historia del sujeto evaluado la que lo hace, aun cuando ambos pertenezcan al mismo espacio social.
Lo que decimos, en definitiva, es que cada sujeto tiene una determinada forma de juzgar que responde a una determinada forma de ver y de entender el mundo, y que esa forma es el resultado inconsciente de una historia de vida que lo condiciona.
Es ella la responsable de esa práctica que consiste en vivir permanentemente estableciendo juicios de valor que muchas veces, la mayoría, no coinciden siquiera con los del amigo más cercano. En definitiva, nadie es culpable de pensar lo que piensa, aunque estemos en desacuerdo con él. Porque, en definitiva, la que lo piensa es su historia.
Queremos, en este caso, referirnos a una cuestión en particular. Durante muchos años, todas esas formas de entender el mundo, formas que determinan el ser y el hacer de los sujetos, coincidían en determinados criterios que simulaban formas de entendimiento o espacios compartidos de opinión. El que establecía cuáles eran esos puntos de encuentro, era lo que muchos llamaban “sentido común”.
Ese famoso sentido común, al momento de juzgar acciones propias o ajenas, respondía a parámetros éticos, es decir a aspectos teóricos del orden de lo absoluto y vinculados al comportamiento humano, a los parámetros supuestamente objetivados del bien y del mal. E intento acá ir mucho más allá de lo moral, dado su carácter relativo y por tanto variable.
La pérdida del tan mentado sentido común ha transformado las formas humanas de la evaluación en prácticas poco menos que insostenibles, alejadas de las líneas éticas que otrora aportaban lo general y absoluto, a lo particular y propio de los juicios construidos. Hoy parece que lo particular se robó el terreno y no existen parámetros regulatorios que orienten las formas de entender y, por tanto, de juzgar al mundo.
Y en ese recorrido, hemos ido perdiendo lo que alguna vez fue de todos y era por todos incuestionado. Abrimos acá un particular capítulo para los sentidos de la justicia social. Perdimos la capacidad de sorpresa ante las formas más extremas de pobreza, de violencia, de abandono. Caminamos entre la mendicidad sin siquiera espantarnos, y somos tan inertes e inquebrantables que inclusive nos creemos capaces de poder juzgar a los pobres por su pobreza.
Parece que hemos encontrado las formas de elaborar juicios de valor que condenen la pobreza, porque parece también que esta especie de inconsciente colectivo nos envalentona para opinar de todo y sobre todos, sin detenernos jamás, a evaluarnos a nosotros.
Asumimos, finalmente, que las formas político-ideológicas del neoliberalismo, han reestablecido los parámetros éticos y con ello los sentidos de la justicia social, elaborando, en palabras de Chomsky, una estructura de clases marxista, con los valores invertidos. Esos parámetros evaluatorios no solo validan la injusticia social, sino que la justifican, porque los que juzgan, subliminalmente, necesitan de las formas extremas de la pobreza y de la miseria humana para mantenerse, ellos, en el mismo lugar de la lucha de clases.
*) Licenciado en Educación Física (ISEF Udelar). Entrenador de fútbol (ISEF-Udelar). Actualmente cursando la Maestría en Didáctica de la Educación Superior (Centro Latinoamericano de Economía Humana).
Director coordinador de Educación Física, del Consejo de Educación Inicial y Primaria/Administración Nacional de Educación Pública. Maldonado-Uruguay.
(ANEP/CEIP). Integrante de la línea “Políticas Educativas y Formación Docente.
Educación Física y Prácticas Educativas”, adscripta al grupo de investigación sobre La Educación Física y su Enseñanza.