“La realización de un aparato hegemónico, en la medida en que crea un nuevo terreno ideológico, determina una reforma de las conciencias y de los modos de conocimiento, es un hecho de conocimiento, un hecho filosófico… cuando se consigue introducir una nueva moral conforme a una nueva concepción del mundo, se termina por introducir también esta concepción, es decir, se determina una reforma filosófica total” (Antonio Gramsci)
Hemos hecho referencia, en otras ocasiones, a la necesidad de repensar de forma urgente e imperativa los falsos “a priori”. Esas ideas en relación con el mundo que se repiten como verdades absolutas y que deben su ser a ciertas formas de relaciones sociales instaladas, determinan el hacer de los sujetos y legitiman sus prácticas de la misma forma que son legitimados por ellas. En nuestro caso, condicionan nuestro hacer docente y configuran los sentidos de nuestras prácticas, en el mayor de los casos, imperceptiblemente.
Desde alguna perspectiva hermenéutica particular, cualquier enunciado con pretensión de verdad se valida a partir de sus posibilidades de justificación mediante la elaboración de otro conjunto de enunciados fácticos, es decir de enunciados presuntamente verificables a partir de las acciones de los sujetos en el mundo. Es decir que cuando afirmo algo como verdadero en forma de enunciado, ese algo debe ser justificado a partir de sus posibilidades prácticas en el mundo.
A partir de estas aclaraciones iniciales que creemos necesarias, nos enfocaremos entonces en una afirmación que se repite de forma permanente en las instituciones educativas y que, dado su atractivo y a partir de la estética de lo políticamente correcto, nadie se plantea cuestionar: “el niño es el centro de la educación”.
Es habitual leer, en infinidad de proyectos de orden educativo, la afirmación de que el niño es el centro de dicho proyecto. De la mano de esa afirmación, se instalan propuestas de enseñanza con abordajes diversos y con intereses diversos. Nos ocupan especialmente las propuestas que se enfocan en el aprendizaje y desarrollo particular del niño, vinculadas esencialmente con la apropiación de ciertos saberes que potencian su autonomía, y aquellas otras que se enfocan en su ser en el mundo, es sus posibilidades de acción con el mundo y con los otros, para el mundo y para los otros.
No tenemos ningún tipo de reparo en decir que el discurso “niño céntrico”, bandera de los modelos liberales, ha caído en un enfoque particularista que potencia la dimensión individual del niño situándola, siempre y sin reparos, por delante de los intereses colectivos. Nos ocupamos entonces de educar un niño que desde su infancia aprende a pensarse a sí mismo más que a pensar en el resto, porque son las prácticas las que construyen los discursos y ese discurso parece ser el que construimos a partir del hacer.
En definitiva, terminamos aportando para la construcción de un niño que parece ser “niño en sí”, olvidándonos de aquella vieja máxima que nos decía que el hombre es hombre con el otro, para el otro y a la luz de los ojos de un todo que deviene colectivamente.
Parece complejo y hasta contradictorio desviarnos de aquella centralidad mencionada para ubicar nuevamente el eje. Más aún cuando es el potencial demagógico lo que sostiene un discurso presuntamente irrefutable… ¿qué otra cosa puede ser más importante que el niño para validar las formas y los sentidos de lo educativo?
No existe, para nosotros, más que una respuesta posible: el centro de la educación deber ser la praxis social, la totalidad de las relaciones que se construyen entre sujetos y que determinan su ser, aquellas que se configuran a partir de roles mediados políticamente y que sólo trascenderán su inmovilidad a priori inalterable en la medida en que surja, desde ella misma, una comprensión crítica y profunda en relación con sus formas objetivas y con las formas de justicia/injusticia que de ella nacen.
La educación encontrará nuevamente su centro en la medida en que el docente se piense agente y se ocupe de transformar a los niños en agentes de cambio por y para la praxis, desterrando el discurso del desarrollo personal como única razón de ser y potenciando las formas del desarrollo colectivo. Ese desafío implica, primero que nada, abandonar progresivamente la idea de un niño que se piensa en soledad porque, más allá del problema del centro, terminamos aportando inconscientemente a las formas inmanentes del individualismo neoliberal.
*) Licenciado en Educación Física. Magister en Didáctica de la Educación Superior. Posgrado en Didáctica de la Educación Superior. Actual Director Coordinador de Educación Física de CEIP Maldonado.
Integrante de la línea "La Educación Física y su Enseñanza" adscripta al grupo “Políticas Educativas y Formación Docente. Educación Física y Prácticas Educativas”.